viernes, 17 de diciembre de 2021

Hamacas

Inmensidad CinWololo Me acostaba en la hamaca a mirar el cielo, me perdía, me daba miedo la inmensidad. El patio estaba lleno de kalanchoes, crecían en la pared, en el piso, en el mismísimo cemento, como la vida misma cuando no puede ser detenida. La música se mezclaba con el aire, entraba por las venas, vibraba. Yo tenía miedo ¿Te acordás? Me daba miedo salir al mundo, no podía respirar, me escondía, me perdía en los rincones aferrada a lo simple. Lo simple siempre me salvó la vida. Nunca me dejaste sola, permanencias ahí, me mirabas como si el mundo terminara en mis ojos. -Yo no necesito nada más- me decías. Pero yo me estaba apagando, todos los días un poco. ¿Será que a veces somos el pájaro en la jaula abierta que se queda, por si afuera hay tormenta? Pobre pájaro, que no se da cuenta que la lluvia traspasa el alambre y que con las alas mojadas se puede volar igual. Más de una vez se hace inminente, la terapia de choque, cuánto más nos resistimos más nos empuja la vida. Y todo se vuela, como un tornado. La respiración se hace profunda, mucha gente parece moverse a mil, mientras nos detenemos en el tiempo. Entonces nos despertamos de repente como en esos sueños que nos paralizan, y empezamos a correr. Ya nada asusta, nada nos toca, nada nos atrapa, corremos. No miramos atrás. No queremos hacerlo. Corremos. Corrí. Y todo lo que creí seguro se cayó a pedazos. Y tuvo tanta paz ese segundo, que miré al cielo y en lugar de pedir un deseo, estiré la mano y le devolví una estrella. Una ofrenda, por tanta inmensidad. Aprendiendo a volar Enzo Frati Todos llevamos dentrorecuerdos de un tiempo lejano, de paraísos perdidos, de cielos azules.Momentos felices de nuestra infancia. Éramos inocentes, soñadores, ingenuos. Reíamos, llorábamos, nos enojábamos pero, al rato, estábamos abrazados de nuevo. Alcanzaba con un poco de sol, un árbol y una hamaca, para creer que al menos por un instante podíamos alcanzar el cielo. Yo amaba la inmensidad, el mar, el cielo, el horizonte, lo inalcanzable.Pero también tenía mis miedos: la finitud, morir ahogado, perderlo todo en un segundo, caerme y terminar ensangrentado. El tiempo fue pasando, cambiaron los amores y los temores. Empecé a amar la finitud, lo imperfecto, lo simple, lo palpable. Seguí amando la inmensidad del mar y la magia de un cielo estrellado. Pero ya no temí caer (de hecho estoy lleno de raspones y cicatrices). Tampoco le tengo miedo a la muerte. Hoy tengo temor de no vivir lo suficiente, de volverme un amargado, de no saber gozar de lo simple, de no amar ni ser amado. Tal vez sea por eso que cuando paso por una plaza y veo una hamaca vacía, me siento un ratito, cierro los ojos y, mientras me impulso, sueño que soy un pájaro que está aprendiendo a volar en libertad hasta que pueda hacer nido.
Pintura Cristina Pereiro

Dos Mundos

LA CHICA DE LOS BOTONES Cin Wololo Cuando tenía 16 años había conseguido trabajo en una mercería de la Peatonal Rivadavia. “El Rosedal” se llamaba y era una tienda re coqueta por lo cual yo me sentía muy fuera de lugar. Convengamos que la elegancia nunca fue lo mío, así que mi mamá me había hecho una pollera, era larga y de fibrana, color naranja, con margaritas. Creo que la usaba seguido para ir a trabajar porque tampoco tenía tanta ropa presentable y es algo así como el vestido Chanel de Marge que iba cambiando de combinaciones aunque era bastante difícil de disimular. Había una señora que siempre venía a comprar botones y, aunque la que los compraba era ella, siempre que entraba a la tienda decía: “quiero que me atienda la chica de los botones”. Y lo decía por mí. Había logrado desarrollar una hermosa relación con todas las señoras de mucha edad, esas a las que mucha gente no les tiene paciencia, convirtiéndome así, realmente, en “la chica de los botones” del fondo. Desde ya que tenía que soportar la mala mirada de mis compañeras de trabajo, pero la realidad era que yo amaba ese trabajo y cuando las señoras venían por los botones yo sacaba todos los cajones. Y si me decían “azul, con lunares blancos y nacarados” los teníamos que encontrar aunque estuvieran en el último cajón. La realidad es que el botón era la excusa. Siempre me parece que la gente muy mayor tiene cosas para contar y tiene ganas de hacerlo. Y, en general, si prestamos atención, cuando hablan de lo que importa, los ojos tienen un brillo especial. Era maravilloso buscar el botón perfecto para el saco perfecto o para la camisa que había perdido el suyo o para el que se le pone a los pulloveres de los bebés al costado del cuello. ¿Quién no amó un botón alguna vez? ¿Quién no metió mano en un costurero de esos de latas de galletitas y buscó ese botón perfecto? Mi abuela tenía unos verdes que eran increíbles pero nunca me los daba. Pienso: si alguien hubiera venido a comprar esos botones verdes, ¿los habría encontrado entre los cajones? Seguro que no. Hay cosas que son demasiado especiales para encontrarse tan fácilmente. Pero la verdad es que algo tan pequeño como un botón podía convertiste en una excusa para hablar de tantas cosas para las que a veces no tenemos paciencia. Y cuánto amor se puede dar con un botón, con una cinta al bies o una puntilla. Cuánto amor se puede dar si nos ponemos a buscar lentamente -y con paciencia- esas cosas simplemente para alargar el tiempo y que nos cuenten la historia. La mercería cerró, yo me busqué otro trabajo, pero jamás miro un botón sin sonreír. Sean como sean, tienen olor a historias de hogar, roperos antiguos y cacerolas color verde inglés colgando de cocinas de pisos calcáreos. Los botones son cuentas mágicas que unen retazos que abrigan la vida.
DOS MUNDOS Enzo Frati Don José vivía solo en una casita de Quilmes. Hacía años que había enviudado. Su hogar se había convertido en una especie de covacha. Estaba bastante deteriorada y no había ni ganas ni dinero para arreglarla. Él siempre decía “¿para qué?” No faltaban las telarañas en los rincones ni el polvo sobre los muebles. La cama destendida todo el día, la ropa amontonada sobre una vieja silla de madera y el infaltable cuartito lleno de cachivaches. La cocina conservaba los azulejos celestes de 15 por 15, la mesada de granito, el machimbre en el techo y una enorme ventana enrejada que daba a un patiecito. Sobre la mesa, un repasador gastado (si lo viera la finada seguramente volvería a morir), un magiclick que había comprado en un bazar de calle Rivadavia y por el cual le habían dado 104 años de garantía, una pava de alumi- nio sobre un apoyador de mimbre, un matecito de calabaza y una yerbera. No faltaban las revistas de fútbol entre las que destacaba una con el “Indio” Gómez y Andreuchi en la tapa. – Qué época gloriosa, Quilmes campeón Metropolitano, y pensar que estuve ese día en la cancha, 3 a 2 a Central en Rosario, qué partido –repetía cada vez que la miraba debatiéndose entre la nostalgia y la melancolía. Don José vivía solo en una casita de Quilmes. Él me lo contó una tarde de primavera. Yo era muy pibe. Estaba sentado en un banquito de la peatonal Rivadavia comiendo un jaimito. Sí, digo bien: comiendo. Ya sé que eran juguitos y que, como todo jugo, se bebe, se toma. Pero en ese entonces se había puesto de moda congelarlos. Siete centavos frío, diez centavos congelado. Ese día se ve que andaba con plata, y me di el gusto. Así que yo estaba sentado en ese banquito mordiendo un bloque de hielo azucarado lleno de químicos y conservantes, cuando apareció don José. Zapatos negros, medias negras con rombos amarillos, un pantalón marrón de poplin, una camisa a rayas y una boina inglesa. –Hola, pibe –dijo, y se sentó. Yo era muy chico -ya lo dije- pero pude percibir en la mirada de ese anciano a un alma noble, solitaria y melancólica. –¿Quiere? –pregunté al tiempo que extendía mi brazo ofreciéndole mi juguito. No pudo contener la carcajada y, acariciando mi cabeza, respondió: –No, gracias. Nos quedamos en silencio. Al rato lo escuché decir un número que todavía no me habían enseñado en la escuela: 16.788. –¿Qué cosa? –pregunté. Me miró sorprendido como si durante todo ese tiempo se hubiese olvidado de mi presencia. –¿Qué cosa, qué? –me dijo. –El número ese raro -retruqué. –¿Cuál número? –No sé, no lo aprendí todavía, pero debe ser un montonazo. Volvió a reír. –Ah, ya sé, dieciséis mil setecientos ochenta y ocho. –Sí, sí, ese –dije con asombro y emoción. –Son los pasos que hago todos los días desde mi casa hasta este banco. ¿Sabés qué, pibe? Hace años que vivo solo. –¿Solo? ¿No tiene mamá y papá? –pregunté con la boca abierta. La risa, ahora, fue distinta, motivada por la ingenuidad del niño y la nostalgia de quien ya ha vivido demasiado. Yo todavía no había oído hablar de la muerte. Para mí, al menos la gente que uno quería, era inmortal. Me habló de su mamá que había muerto cuando él tenía catorce años. De su papá que había desaparecido en el 76. De su esposa que había fallecido hacía dos años. Y de ese número que lo separaba de la casa al banquito de la peatonal. –¿Sabés qué, pibe? Cuando uno viene viejo tiene tiempo, sobra tiempo. Cuando uno viene viejo y solo, las horas no pasan más. Es como si unos duendes se metieran dentro de la máquina del reloj y trabaran los engranajes o como si se divirtieran frenando las agujas. Sí, eso debe ser. ¿Vos creés en los duendes? –No sé, nunca vi uno. Mi papá me contó que viven donde termina el arcoíris y que tienen una olla llena de oro. Capaz, cuando sea grande vaya a buscarlos. –Vas a tener que dar mucho más que dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos. –Síiiiiiiii, como un millón infinito. ¿Eso es más que hasta la luna ida y vuelta? Porque así me quiere mi mamá. –La verdad, no lo sé. Pero debe ser más o menos igual. Mi mujer siempre me decía lo mismo: José, te quiero hasta la luna ida y vuelta. Y yo hasta Saturno -le respondía. Y nos largábamos a reír. ¿Sabés? Nunca conocí a nadie igual. La extraño tanto… Ahora los ojos se le habían puesto vidriosos y una lágrima rodaba por su mejilla derecha. Respiró profundo y continuó: –Te voy a contar algo. Ema, así se llamaba, era una loca de los botones. Tenía un costurero enorme lleno de botones de colores. Cada vez que cobraba la jubilación iba a una mercería que está acá cerquita, “El Rosedal” se llama, y compraba un puñado de botones. Volvía a casa con una sonri- sa y me contaba de una chica amorosa, jovencita, que la atendía con mucha atención y que siempre encontraba lo que ella le pedía. Cada tarde, desde que ella me faltó, yo abro su costurero, miro los botones, me pongo la boina y salgo a recorrer la peatonal. Paso por el Rosedal y apoyo la ñata contra el vidrio para ver si veo a la chica de los botones. Nunca me animo a entrar. Luego sigo caminando hasta este banco. Son exactamente dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos, dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos que me alejan por un instante de mi soledad, dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos que me devuelven a mi casa. ¿Ves ese cartel de ahí, el del bazar? –¿El que dice “Dos Mundos”? –Sí, dos mundos: el de mi casa y el de esta peatonal.

Hamacas

Inmensidad CinWololo Me acostaba en la hamaca a mirar el cielo, me perdía, me daba miedo la inmensidad. El patio estaba lleno de kalanchoe...