Historias que se cruzan en algún punto, ya sea por los personajes, los lugares o el sentir. Escritas por CinWololo y Enzo Frati
viernes, 17 de diciembre de 2021
Dos Mundos
LA CHICA DE LOS BOTONES
Cin Wololo
Cuando tenía 16 años había conseguido trabajo
en una mercería de la Peatonal Rivadavia. “El Rosedal” se llamaba y era una tienda re coqueta por
lo cual yo me sentía muy fuera de lugar. Convengamos que la elegancia nunca fue lo mío, así que
mi mamá me había hecho una pollera, era larga y
de fibrana, color naranja, con margaritas.
Creo que la usaba seguido para ir a trabajar porque tampoco tenía tanta ropa presentable y es
algo así como el vestido Chanel de Marge que iba
cambiando de combinaciones aunque era bastante difícil de disimular.
Había una señora que siempre venía a comprar
botones y, aunque la que los compraba era ella,
siempre que entraba a la tienda decía: “quiero que
me atienda la chica de los botones”. Y lo decía
por mí.
Había logrado desarrollar una hermosa relación
con todas las señoras de mucha edad, esas a las
que mucha gente no les tiene paciencia, convirtiéndome así, realmente, en “la chica de los botones” del fondo.
Desde ya que tenía que soportar la mala mirada
de mis compañeras de trabajo, pero la realidad era
que yo amaba ese trabajo y cuando las señoras
venían por los botones yo sacaba todos los cajones. Y si me decían “azul, con lunares blancos
y nacarados” los teníamos que encontrar aunque
estuvieran en el último cajón.
La realidad es que el botón era la excusa. Siempre
me parece que la gente muy mayor tiene cosas
para contar y tiene ganas de hacerlo. Y, en general,
si prestamos atención, cuando hablan de lo que
importa, los ojos tienen un brillo especial.
Era maravilloso buscar el botón perfecto para el
saco perfecto o para la camisa que había perdido
el suyo o para el que se le pone a los pulloveres de
los bebés al costado del cuello.
¿Quién no amó un botón alguna vez? ¿Quién no
metió mano en un costurero de esos de latas de
galletitas y buscó ese botón perfecto?
Mi abuela tenía unos verdes que eran increíbles
pero nunca me los daba.
Pienso: si alguien hubiera venido a comprar esos
botones verdes, ¿los habría encontrado entre los
cajones? Seguro que no. Hay cosas que son demasiado especiales para encontrarse tan fácilmente.
Pero la verdad es que algo tan pequeño como un
botón podía convertiste en una excusa para hablar de tantas cosas para las que a veces no tenemos paciencia.
Y cuánto amor se puede dar con un botón, con
una cinta al bies o una puntilla.
Cuánto amor se puede dar si nos ponemos a buscar lentamente -y con paciencia- esas cosas simplemente para alargar el tiempo y que nos cuenten la historia.
La mercería cerró, yo me busqué otro trabajo,
pero jamás miro un botón sin sonreír.
Sean como sean, tienen olor a historias de hogar,
roperos antiguos y cacerolas color verde inglés
colgando de cocinas de pisos calcáreos.
Los botones son cuentas mágicas que unen retazos que abrigan la vida.
DOS MUNDOS
Enzo Frati
Don José vivía solo en una casita de Quilmes.
Hacía años que había enviudado. Su hogar se había convertido en una especie de covacha. Estaba
bastante deteriorada y no había ni ganas ni dinero
para arreglarla. Él siempre decía “¿para qué?” No
faltaban las telarañas en los rincones ni el polvo
sobre los muebles. La cama destendida todo el
día, la ropa amontonada sobre una vieja silla de
madera y el infaltable cuartito lleno de cachivaches. La cocina conservaba los azulejos celestes
de 15 por 15, la mesada de granito, el machimbre
en el techo y una enorme ventana enrejada que
daba a un patiecito. Sobre la mesa, un repasador
gastado (si lo viera la finada seguramente volvería
a morir), un magiclick que había comprado en un
bazar de calle Rivadavia y por el cual le habían
dado 104 años de garantía, una pava de alumi-
nio sobre un apoyador de mimbre, un matecito
de calabaza y una yerbera. No faltaban las revistas de fútbol entre las que destacaba una con el
“Indio” Gómez y Andreuchi en la tapa. – Qué
época gloriosa, Quilmes campeón Metropolitano,
y pensar que estuve ese día en la cancha, 3 a 2 a
Central en Rosario, qué partido –repetía cada vez
que la miraba debatiéndose entre la nostalgia y la
melancolía.
Don José vivía solo en una casita de Quilmes. Él
me lo contó una tarde de primavera. Yo era muy
pibe. Estaba sentado en un banquito de la peatonal Rivadavia comiendo un jaimito. Sí, digo bien:
comiendo. Ya sé que eran juguitos y que, como
todo jugo, se bebe, se toma. Pero en ese entonces
se había puesto de moda congelarlos. Siete centavos frío, diez centavos congelado. Ese día se ve
que andaba con plata, y me di el gusto. Así que
yo estaba sentado en ese banquito mordiendo un
bloque de hielo azucarado lleno de químicos y
conservantes, cuando apareció don José. Zapatos
negros, medias negras con rombos amarillos, un
pantalón marrón de poplin, una camisa a rayas y
una boina inglesa.
–Hola, pibe –dijo, y se sentó.
Yo era muy chico -ya lo dije- pero pude percibir
en la mirada de ese anciano a un alma noble, solitaria y melancólica.
–¿Quiere? –pregunté al tiempo que extendía mi
brazo ofreciéndole mi juguito.
No pudo contener la carcajada y, acariciando mi
cabeza, respondió:
–No, gracias.
Nos quedamos en silencio. Al rato lo escuché decir un número que todavía no me habían enseñado en la escuela: 16.788.
–¿Qué cosa? –pregunté.
Me miró sorprendido como si durante todo ese
tiempo se hubiese olvidado de mi presencia.
–¿Qué cosa, qué? –me dijo.
–El número ese raro -retruqué.
–¿Cuál número?
–No sé, no lo aprendí todavía, pero debe ser un
montonazo.
Volvió a reír.
–Ah, ya sé, dieciséis mil setecientos ochenta y
ocho.
–Sí, sí, ese –dije con asombro y emoción.
–Son los pasos que hago todos los días desde
mi casa hasta este banco. ¿Sabés qué, pibe? Hace
años que vivo solo.
–¿Solo? ¿No tiene mamá y papá? –pregunté con
la boca abierta.
La risa, ahora, fue distinta, motivada por la ingenuidad del niño y la nostalgia de quien ya ha vivido demasiado. Yo todavía no había oído hablar
de la muerte. Para mí, al menos la gente que uno
quería, era inmortal. Me habló de su mamá que
había muerto cuando él tenía catorce años. De su
papá que había desaparecido en el 76. De su esposa que había fallecido hacía dos años. Y de ese
número que lo separaba de la casa al banquito de
la peatonal.
–¿Sabés qué, pibe? Cuando uno viene viejo tiene
tiempo, sobra tiempo. Cuando uno viene viejo y
solo, las horas no pasan más. Es como si unos
duendes se metieran dentro de la máquina del reloj y trabaran los engranajes o como si se divirtieran frenando las agujas. Sí, eso debe ser. ¿Vos
creés en los duendes?
–No sé, nunca vi uno. Mi papá me contó que viven donde termina el arcoíris y que tienen una
olla llena de oro. Capaz, cuando sea grande vaya
a buscarlos.
–Vas a tener que dar mucho más que dieciséis mil
setecientos ochenta y ocho pasos.
–Síiiiiiiii, como un millón infinito. ¿Eso es más
que hasta la luna ida y vuelta? Porque así me quiere mi mamá.
–La verdad, no lo sé. Pero debe ser más o menos
igual. Mi mujer siempre me decía lo mismo: José,
te quiero hasta la luna ida y vuelta. Y yo hasta
Saturno -le respondía. Y nos largábamos a reír.
¿Sabés? Nunca conocí a nadie igual. La extraño
tanto…
Ahora los ojos se le habían puesto vidriosos y una
lágrima rodaba por su mejilla derecha. Respiró
profundo y continuó:
–Te voy a contar algo. Ema, así se llamaba, era
una loca de los botones. Tenía un costurero enorme lleno de botones de colores.
Cada vez que cobraba la jubilación iba a una mercería que está acá
cerquita, “El Rosedal” se llama, y compraba un
puñado de botones. Volvía a casa con una sonri-
sa y me contaba de una chica amorosa, jovencita,
que la atendía con mucha atención y que siempre
encontraba lo que ella le pedía. Cada tarde, desde
que ella me faltó, yo abro su costurero, miro los
botones, me pongo la boina y salgo a recorrer la
peatonal. Paso por el Rosedal y apoyo la ñata contra el vidrio para ver si veo a la chica de los botones.
Nunca me animo a entrar. Luego sigo caminando
hasta este banco. Son exactamente dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos,
dieciséis mil setecientos ochenta y ocho pasos que me alejan por
un instante de mi soledad, dieciséis mil setecientos
ochenta y ocho pasos que me devuelven a mi casa.
¿Ves ese cartel de ahí, el del bazar?
–¿El que dice “Dos Mundos”?
–Sí, dos mundos: el de mi casa y el de esta peatonal.
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